I.
El debate sobre la denominada “política identitaria” arriesga convertirse en un lugar común. En efecto, durante el último tiempo, de manera cada vez más frecuente es invocada como una clave que permitiría explicar fenómenos políticos y culturales muy diversos. Desde el crecimiento de la extrema derecha en distintos países, el rechazo a la propuesta de la Convención Constitucional chilena en 2022, o las dificultades que ha debido enfrentar el programa de gobierno de Gabriel Boric, podrían ser explicadas por el auge de las llamadas “agendas identitarias” que habrían terminado desplazando a las preocupaciones de justicia social típicamente económicas o redistributivas.
En particular, las nuevas izquierdas han sido las principales interpeladas en este escenario. Su insistencia en las agendas de género y reconocimiento de la diversidad sexual, el medio ambiente o el antirracismo, estaría en la base de su dificultad para conectar con las aspiraciones populares más sentidas, permitiendo el avance de fuerzas conservadoras que lograrían de manera más clara interpretar y movilizar tales intereses. En último término, se ha sugerido, las nuevas izquierdas estarían presas de un error conceptual con profundas consecuencias políticas: confundir el horizonte de mayor igualdad social que debiese animar sus esfuerzos con reclamos meramente identitarios o de reconocimiento.
Lejos de un debate puramente teórico, se entrecruzan aquí preguntas políticas fundamentales. Por un lado, sobre el momento actual de las democracias. Si las nuevas izquierdas han pretendido fortalecer la democracia favoreciendo la expresión política de las llamadas “agendas identitarias”, su resultado sería hasta ahora a lo menos paradójico, pues tal insistencia parece haber pavimentado el camino a fuerzas conservadoras con escaso compromiso democrático. Por otro, acerca del futuro mismo de las nuevas izquierdas. Si estas pretenden tener algún futuro, sería crucial alejarse de las trampas de la “política del reconocimiento” y retomar su foco en las preocupaciones distributivas que históricamente animaron a la izquierda. De no ser así, su existencia se revelaría nada más que como un paréntesis en la historia reciente.
En el siguiente ensayo intento examinar algunas de estas preocupaciones. En lugar de una salida apresurada a los dilemas que aquí se sugieren, me interesa volver a abrir algunas preguntas que a menudo se dan por sentadas en los debates recientes. Por ejemplo, ¿qué quiere decir más exactamente una “política de la identidad”?, ¿es toda alusión a las identidades en las agendas políticas necesariamente “identitaria” o, más aún, “woke”?, ¿es cualquier reivindicación de reconocimiento un reclamo “identitario” que inevitablemente aleja a las izquierdas de sus preocupaciones clásicas en torno a la desigualdad social?
Con este propósito, examino algunas de las interpretaciones que hoy circulan con mayor frecuencia a propósito de los límites y riesgos de las llamadas “agendas identitarias”, intentando sobre todo mostrar ciertos lugares problemáticos hacia los cuales tales lecturas pueden conducir. A partir de este recorrido me interesa resaltar la importancia de evitar apresuradas y, a menudo, falsas dicotomías que se ofrecen como respuesta a los dilemas del presente. Por el contrario, pretendo destacar la necesidad de dedicar mayor atención a los significados y motivaciones que envuelven las agendas políticas de reconocimiento y las cuestiones referidas al problema de las identidades.
II. ¿Redistribución o reconocimiento?
Una de las formas más comunes de referir a las “políticas de la identidad” en las discusiones contemporáneas ha sido destacar su oposición a las agendas de justicia que abordan preocupaciones genuinamente materiales. Las agendas identitarias serían aquellas que exigen el reconocimiento de las formas de vida o expresiones culturales de determinados grupos, mientras que las agendas clásicas de justicia social (aquellas que animaron en el pasado y debiesen volver a animar a la izquierda) estarían ante todo interesadas por las condiciones materiales y económicas en que vive la mayoría de la población.
Un ejemplo claro de este tipo de lecturas puede encontrarse en una columna de opinión, escrita por Manfred Svensson (2022), la cual abrió buena parte de la recepción en Chile de este debate en Chile, en especial como marco de interpretación del rechazo a la propuesta de la Convención Constitucional en el plebiscito de 2022. La tesis central de Svensson consiste en sostener que fue la “política de la identidad, esa peculiar priorización de las agendas étnicas y de género”, lo que habría conducido progresivamente a desplazar la “preocupación por las carencias materiales”, generando así una ruptura entre los debates ensimismados de la Convención y las preocupaciones más sentidas de la ciudadanía.
En efecto, una creciente literatura ha mostrado la medida en que la promesa inicial de renovación de la Convención Constitucional fue prontamente vivida por la ciudadanía como una confirmación más de su lejanía frente a la política (Heiss, 2023). Menos evidente, sin embargo, es que este fenómeno pueda ser entendido a partir de una dicotomía simple entre reclamos simbólicos de reconocimiento de grupos excluidos y preocupaciones genuinamente materiales. En su interpretación del fracaso de la Convención, de hecho, Svensson (2022) también se pregunta: “¿quiénes son los grupos históricamente excluidos? La lista es medianamente conocida: personas de pueblos originarios, migrantes, miembros del «pueblo tribal afrodescendiente», etc. ¿Cabría imaginar en tal lista a los pobres? La respuesta es negativa, precisamente porque no constituyen un grupo identitario”.
Hay abundantes motivos que llaman a asumir con más cautela este tipo de distinciones. Por ejemplo, bien cabe preguntarse si tiene sentido comprender a “los pobres” como un grupo social cuya existencia se sitúa más allá de cualquier pertenencia de identidad. En el caso de Chile, de hecho, el fenómeno de la pobreza se entrelaza de manera muy directa con aspectos que Svensson en su descripción considera “identitarios” (la pertenencia a pueblos originarios y la población migrante). La relación de la pobreza (o más en general, la desigualdad económica) con el género, es también un fenómeno ampliamente acreditado.
Aún más dudoso, por cierto, es la posibilidad de interpretar esta distinción en el sentido de que las aspiraciones de justicia de “los pobres” remitan de manera única o exclusiva a preocupaciones “materiales”. Una amplia literatura sobre los sectores populares en Chile ha mostrado, por el contrario, que las exigencias de mejores condiciones materiales de vida se viven y articulan a partir de categorías fuertemente morales, tales como la “dignidad” o el “respeto” (Angelcos & Pérez, 2023; Araujo, 2020). Si bien con transformaciones recientes que pueden asociarse a la expansión de nuevos ideales sobre la vida cotidiana, las dimensiones morales que atraviesan a los reclamos directamente “materiales” es una dimensión documentada desde hace ya largo tiempo por la investigación social en Chile (Martínez & Palacios, 1996).
En último término, esta dicotomía simple entre preocupaciones materiales y simbólicas parece descansar en una comprensión bastante limitada acerca de los significados e implicancias de las agendas de reconocimiento de identidades. La discusión sobre las llamadas “políticas del reconocimiento” desde las posiciones multiculturalistas fue enfática en destacar este aspecto. En su ya clásico ensayo sobre el significado de tales políticas, Charles Taylor (2009) subrayaba que si la identidad “designa algo equivalente a la interpretación que hace una persona de quién es y de sus características fundamentales como ser humano”, ser privado de reconocimiento está lejos de representar algo que pueda ser vivido como meramente simbólico o abstracto: “Nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o la falta de éste; a menudo, también, por el falso reconocimiento de otros, y así, un individuo o grupo puede sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, degradante o despreciable de sí mismo”.
En definitiva, esto sugiere que la pregunta por las identidades y su reconocimiento no puede simplemente ser pensada como una alternativa a las condiciones materiales. Ciertamente, esto no implica que la expansión de agendas de reconocimiento no envuelva dilemas para las izquierdas o las democracias contemporáneas. No obstante, resolver estos dilemas insistiendo en su supuesto carácter meramente simbólico frente a preocupaciones materiales puede resultar una respuesta apresurada, invisibilizando la trama más compleja que subyace tanto a la reproducción de la desigualdad como a las aspiraciones de justicia.
III. ¿Particularismo o universalismo?
Una segunda interpretación hoy común de las llamadas “políticas identitarias” subraya la dicotomía entre universalismo y particularismo. Por un lado estarían las aspiraciones más clásicas sobre la justicia social (principalmente, la igualdad política y la igualdad económica) y, del otro, las demandas de reconocimiento que han proliferado durante las últimas décadas a propósito de las condiciones históricamente desventajadas de determinados grupos sociales (ante todo, minorías sexuales y étnicas). Mientras las primeras expresarían contenidos por definición universalistas (derechos de ciudadanía y demandas de clase), las demandas de reconocimiento serían particularistas no solo en el sentido de provenir de determinados grupos, sino principalmente por su incapacidad de ofrecer un horizonte amplio o convocante de emancipación.
Probablemente la versión más conocida de esta tesis la formuló, hace algunos años, Mark Lilla (2018) en su libro El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad. Lilla propuso interpretar entonces el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos como expresión de la incapacidad del progresismo para ofrecer una visión común e integradora acerca del país. En su lugar, solo ofrecería una “pseudopolítica” basada en el reconocimiento de derechos de grupos históricamente oprimidos. Tal “liberalismo de la identidad”, como le llama Lilla, no solo sería insuficiente para proponer una visión compartida sobre la sociedad estadounidense, sino además haría eco y consolidaría los efectos perniciosos del individualismo contemporáneo: “La identidad no es el futuro de la izquierda, ni es una fuerza hostil para el neoliberalismo. La identidad es el reaganismo para progres”, escribió entonces Lilla (2018).
La salida a este dilema es para Lilla (2018) un retorno al universalismo. En lugar del particularismo del reconocimiento, se trataría de volver a articular una agenda verdaderamente política basada en un ideal de ciudadanía que nos representa a todos. Únicamente un “liberalismo cívico”, como lo denomina Lilla, permitiría así escapar de las trampas del particularismo identitario.
De manera más reciente, un diagnóstico similar ha sugerido Susan Neiman (2023) en su ampliamente comentado libro Left is not woke. De acuerdo con su lectura, las izquierdas contemporáneas se han privado de su propio lenguaje con su progresiva deriva hacia posiciones “woke”. Con el reemplazo del universalismo por el tribalismo, el descrédito de las ideas racionales de justicia a favor de las luchas descarnadas por el poder y la pérdida radical de toda confianza en el progreso, las izquierdas “woke” hoy abandonarían sus horizontes históricos de emancipación en nombre de una agenda basada simplemente en la autoexpresión de identidades particulares. Nuevamente, al igual que para Lilla, la clave para salir de esta trampa se encuentra según Neiman (2023) en el retorno a una política genuinamente universalista. En su caso, el retorno al universalismo consiste en volver a apelar a nuestra “humanidad común”, una fuente de una solidaridad situada más allá de nuestras diferencias identitarias.
Sin duda, tanto las reflexiones de Lilla como Neiman contienen aspectos de relevancia para dar cuenta de las dificultades que hoy enfrentan las izquierdas. No obstante, quizás sea necesario ponderar con mayor cautela el camino de salida que ambos ofrecen: un retorno a un universalismo presuntamente situado sin más por sobre nuestras diferencias.
En efecto, uno de los aspectos más relevantes que se pueden derivar de las críticas feministas y multiculturalistas, es la sospecha que aquello que consideramos como universal (la ciudadanía, por ejemplo) muchas veces no es tan universal como creíamos, sino que porta las marcas (más o menos visibles) de la exclusión. Tales críticas necesariamente debiesen ser también hoy parte del acervo de aprendizajes que las izquierdas han de incorporar al momento de hablar de “universales”. Pensar lo “universal” desde una óptica democrática supone, al mismo tiempo, interrogar de manera necesaria el cómo y quiénes definen dicho universal.

Ciertamente, tal cautela no implica abandonar la necesidad o posibilidad de un horizonte universalista (los reclamos de Lilla y Neiman no carecen en tal sentido de relevancia). Pero resulta quizás importante evitar la tentación de trazar una distinción apresurada entre agendas genuinamente universales y otras por definición particularistas. En especial, las necesarias autocríticas de las izquierdas en este terreno debiesen lograr tomar distancia de las formas de una crítica conservadora en torno a las agendas de reconocimiento. En efecto, como ha sugerido recientemente François Dubet (2023), hoy la crítica de las identidades también se alimenta del malestar de las élites ante el hecho de que sus formas de identidad y autoexpresión se han visto tensionadas por la irrupción de demandas de reconocimiento por parte de grupos históricamente marginados o invisibilizados. En breve, del hecho de que quienes tienen posiciones de privilegio ya no pueden percibir tan fácilmente que la expresión pública de sus identidades o formas de vida coincide, sin más, con la norma de la sociedad.
IV. Un horizonte universalista y plural
En definitiva, las reflexiones aquí sugeridas apuntan a resaltar que —en lugar de un rápido abandono que pueda conllevar consecuencias problemáticas— es necesario mirar quizás con mayor atención el tipo de cuestiones que envuelven las llamadas “agendas identitarias”.
Su significado no puede simplemente ser reducido a reclamos simbólicos en apariencia desprovisto de toda implicancia para las condiciones materiales de vida. No hay motivos, por tanto, que vuelvan en principio incompatible una agenda de reconocimiento con objetivos materiales o políticas redistributivas (Honneth, 2009).
De igual manera, el llamado a volver sin más a posiciones universalistas en oposición a reclamos particularistas exige probablemente hacerse cargo de manera más compleja de las fundadas críticas que ─principalmente desde las críticas feministas y multiculturalistas─ se han formulado a propósito de la supuesta transparencia de tal distinción. Ciertamente, como observan Lilla (2018) y Neiman (2023), resulta imposible sostener alguna idea relevante de democracia o justicia social sin apelar a aspectos comunes, a la igualdad necesaria de nuestra vida en común. Tal igualdad, sin embargo, no se contrapone sin más al reconocimiento de nuestras diferencias culturales.
Por el contrario, como advirtió hace tiempo Iris Marion Young (2000), si la igualdad ha de ser democrática presupone y a la vez exige el reconocimiento de tales diferencias, pues de lo contrario resulta más bien en la asimilación forzada a las formas de identidad y autoexpresión que ya ocupan una posición dominante en la sociedad. En otras palabras, si la democracia representa precisamente la búsqueda de un valor universal (la inclusión de todas las personas), es necesario atender de entrada —destacó igualmente Young (2000)— el hecho de que los grupos ya incluidos tienden a asumir sus experiencias e identidades como las únicas o universales.
El desafío, en definitiva, parece apuntar más bien hacia rehabilitar una comprensión democrática de las identidades y el valor de su reconocimiento. Una comprensión que asuma que lo contrario al reconocimiento de las identidades no parece radicar simplemente en lo “material” o “universal”. Volver sin más a dicotomías simples (“material” versus “identitario”, “universal” versus “particularista”) arriesga, por el contrario, ser una respuesta estrecha frente a la complejidad del desafío. Una respuesta que, a fin de cuentas, puede terminar replicando el problema que supuestamente pretende extirpar: el carácter limitado y excluyente de las democracias contemporáneas.
Referencias
Angelcos, N. & Pérez, M. (2023). Vivir con dignidad. Transformaciones sociales y políticas de los sectores populares en Chile. Fondo de Cultura Económica: Santiago de Chile.
Araujo, K. (2020). Habitar lo social. Usos y abusos en la vida cotidiana en el Chile actual. LOM Ediciones: Santiago de Chile.
Dubet, F. (2023). El nuevo régimen de las desigualdades solitarias: Qué hacer cuando la injusticia social se sufre como un problema individual. Siglo XXI Editores: Buenos Aires.
Heiss, C. (2023). El problema constitucional en Chile: construir legitimidad en medio de una crisis de representación. En: Jerade, M.: Constituir: el acto de comenzar democráticamente. Ediciones Metales Pesados: Santiago de Chile.
Honneth, A. (2006). Redistribución como reconocimiento. En: Fraser, N. & Honneth, A. ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico. Morata: Madrid.
Lilla, M. (2018). El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad. Debate: Madrid.
Martínez, J. & Palacios, M. (1996). Informe sobre la decencia. La diferenciación estamental de la pobreza y los subsidios públicos. Ediciones SUR: Santiago de Chile.
Neiman, S. (2023). Left is not woke. Polity Press: Cambridge.
Svensson, M. (2020): “Cómo la política identitaria corrompió el proceso constituyente”. Ciper Chile, 06 de septiembre de 2022. Disponible en: https://www.ciperchile.cl/2022/09/06/politica-identitaria-y-proceso-constituyente/
Taylor, C. (2009). El multiculturalismo y la política del reconocimiento. Fondo de Cultura Económica: Ciudad de México. Young, I.M. (2020). La justicia y la política de la diferencia. Cátedra: Madrid.