El dilema chileno del desarrollo y “el presente como historia”

Miguel Torres. Economista de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).

En su Informe de Política Monetaria (IPoM) correspondiente al mes de septiembre de 2024, el Banco Central ha proyectado una tasa de crecimiento del PIB en torno al 1,8% promedio anual para el decenio 2025-2034. Sin duda esta proyección plantea un escenario bastante sombrío y preocupante para la dinámica del desarrollo nacional y las condiciones materiales de bienestar para la población, y también viene a reforzar la tendencia de estancamiento económico que ha experimentado Chile durante el periodo 2014-2023 con un ritmo de expansión del 1,9% promedio por año. 

De concretarse las proyecciones del Banco Central, Chile completaría 20 años de bajo crecimiento, lo que a su vez impactaría fuertemente en los niveles de inversión productiva, la generación de empleos formales, la tasa de desocupación que actualmente persiste en torno a un 8,5% y restringiría el crecimiento de los salarios reales dado el consecuente detrimento de la productividad. Las consecuencias de estas proyecciones en el ámbito laboral generarían, por un lado, presiones contractivas a la demanda interna y un deterioro distributivo que puede ir incubando nuevas fuentes de malestar social. Por otro lado, la continuidad del estancamiento podría acentuar la concentración de la matriz productiva y limitar la diversificación y el dinamismo de las exportaciones, aspectos que desde los años de 1990 a 2014 jugaron un papel crucial para la expansión de la economía. 

Estas nuevas proyecciones de producto potencial han generado un debate transversal entre los economistas de distintas posiciones ideológicas, y el aspecto de mayor consenso al que se ha arribado dice no solo relación con las consecuencias económicas del estancamiento, sino que también con sus consecuencias sociales. Bajo el telón de fondo de esta discusión, en este ensayo ofrezco una visión sobre la actual situación socioeconómica del país, desde una perspectiva histórica y estructural. 

De acuerdo con este objetivo, planteo que el estancamiento económico de Chile debe comprenderse dentro de una perspectiva más amplia, en la que se incuba y reproduce lo que denomino el dilema chileno del desarrollo. En términos más generales, problematizar el desarrollo de un país requiere comprender en su contexto más adecuado las estructuras económica, social y política y las dinámicas de sus interacciones para superar su situación concreta de subdesarrollo (en el caso de Chile su situación semiperiférica) y para avanzar democráticamente en lo social. Así, el dilema chileno del desarrollo, y de otras economías que comparten rasgos estructurales similares, se trata de un problema contingente en función de la deriva política y el estancamiento productivo, y a la vez de una problemática históricamente cíclica. Se trata entonces este ensayo de entender “el presente como historia”.

I

Aníbal Pinto, uno de los economistas políticos más influyentes en la historia del pensamiento económico chileno, planteó en Chile: un caso de desarrollo frustrado (1959) que, a pesar de las oportunidades de crecimiento durante los ciclos extractivo-exportadores de la plata y el salitre (1830-1930), el país no logró superar su estructura subdesarrollada debido a la dependencia de actividades primario-exportadoras, el inadecuado uso de la renta, la escasa difusión del progreso técnico y la desconexión entre lo político-institucional con los objetivos del desarrollo. Posteriormente, en Chile, una economía difícil (1964), Pinto analizó las dificultades del modelo de sustitución de importaciones y señaló la necesidad de un cambio estructural, combinando transformación económica, apertura exterior, autonomía y redistribución inclusiva. Sus trabajos subrayaron la relación indeleble entre estructura económica, demandas sociales y dinámicas políticas, analizados detalladamente en Desarrollo y relaciones sociales en Chile (1973).

Estos escritos de Pinto ilustran cómo la hegemonía de los sectores agrario y minero desde 1830 fue configurando relaciones sociales desiguales y recurrentes conflictos distributivos, que se intensificaron con el avance político de las clases medias y trabajadoras entre 1930 y 1973. La consolidación industrial bajo los gobiernos del Frente Popular y las reformas de Frei Montalva y Allende transformaron la estructura económica, pero también agudizaron las tensiones entre capital y trabajo, culminando en el golpe militar de 1973. Desde entonces, el modelo neoliberal ha perpetuado la hegemonía de las élites, profundizando desigualdades y limitando cambios redistributivos, tal como han planteado Tomás Moulian en Chile actual: anatomía de un mito (1997) y Andrés Solimano en Capitalismo a la chilena: y la prosperidad de las élites (2018). 

Presentados los principales desafíos que han caracterizado la economía política chilena a lo largo de casi dos siglos, el dilema del desarrollo en Chile permanece esencialmente inalterado desde la descripción realizada por Aníbal Pinto en el siglo XX. Este dilema se centra en la dialéctica que perpetúa, de manera resiliente, las relaciones sociales, la estructura productiva y el funcionamiento de la política siguiendo un patrón cíclico. Estos ciclos inician con la conformación y consolidación de un modelo histórico de acumulación liderado por las élites económicas, continúa con el avance contradictorio de los sectores subalternos, lo que genera y agudiza conflictos sociales, y culmina con un cierre elitario de la crisis que permite la continuidad o transformación del patrón acumulativo, repitiéndose este proceso una y otra vez. Se pueden distinguir así tres ciclos marcados en la historia económica de Chile: el auge salitrero (1870-1930), el proceso de industrialización dirigida por el Estado (1930-1973) y el modelo neoliberal implantado a partir de 1973.

En línea con lo anterior, el bloque histórico nacional que se ha constituido en Chile desde 1830 ha ejercido sistemáticamente la hegemonía económica sobre la base de las llamadas ventajas comparativas estáticas que posibilitaron la generación de rentas diferenciales ricardianas o cuasi rentas. El historiador Gabriel Salazar ha planteado en diversas obras escritas y foros de debate que la formación económica que tuvo lugar en Chile a partir del siglo XIX se ha basado en el sostén del paradigma librecambista, factor clave que permitió desde entonces el surgimiento de unas élites económicas con orientación mercantil-financiera, sobre la base de la dotación de los recursos agrarios y mineros controlados históricamente por estos sectores. Con el transcurso del tiempo, esta alianza nacional de carácter primario-mercantil devino también en alianza transnacional al integrar la participación de capitales extranjeros en la operación de la actividad económica interna. 

Si bien esta estrategia económica generó una expansión significativa de la economía chilena durante la primera fase de globalización (1870-1914), Chile vio retrasado su proceso de industrialización hasta la década de 1930 con dos intentos fallidos previamente, según ha documentado Salazar. A pesar de que la sociedad chilena contaba con un importante artesanado industrioso en el seno de sus sectores subalternos, y de que este segmento social podría haberse constituido como un motor de modernización del incipiente capitalismo criollo, con potencial laborioso y poder político para diversificar la estructura productiva nacional y generar una fuente de capacidades técnicas y de conocimientos en concomitancia con políticas públicas de fomento a estos sectores, las élites dirigentes y económicas apostaron por la continuidad del crecimiento basado en ventajas comparativas estáticas. Esta vocación casi exclusivamente mercantil-financiera explica sin duda la complejidad histórica que caracteriza a la economía política del cambio estructural en Chile en distint0s periodos de su historia económica, dando cuenta también de su permanente condición semiperiférica.

Los ejemplos a los que he recurrido hasta aquí ponen en el centro del debate el papel del Estado y la ciudadanía, y no solo el mercado, para la superación de nuestros rezagos económicos y sociales. La política en su sentido más amplio y virtuoso -es decir, aquella que se basa en la inclusión y la participación de ingentes sectores sociales para definir un futuro más vivible- tiene mucho que aportar en la construcción de un modelo de desarrollo dinámico, inclusivo y sostenible. Cabe preguntarse entonces, cómo se puede converger a tal clase de modelo de desarrollo basado en lo que Osvaldo Sunkel ha denominado un paradigma socio-céntrico.

II

El sociólogo estadounidense Peter Evans aportó importantes ideas en los campos del desarrollo económico, especialmente en lo que atañe a las relaciones Estado-mercado. Bajo el concepto de autonomía integrada, es decir la capacidad de un Estado para fomentar la política industrial en conjunto con el mercado equilibrando sus grados de integración y autonomía, Evans distingue entre el Estado desarrollista (altos grados de integración y autonomía como es el caso de Corea del Sur) del Estado predatorio (países con bajos niveles de integración y autonomía). La autonomía integrada permite así reducir los niveles de captura de la burocracia estatal por parte de grupos de intereses privados específicos. Bajo la lógica de esta tipología, no obstante, es evidente que el Estado de un país que basa su sustento económico mediante actividades primarias, típicamente las economías (semi)periféricas, no escapa a los riesgos de captura por parte de élites orientadas por la búsqueda de rentas ricardianas. 

La relación Estado-mercado en este tipo de economías, no puede entonces más que restringir, o en extremo impedir, el cambio estructural para asegurar así la conservación y acumulación de rentas en los sectores que controlan las actividades primarias y mercantil-financieras. El surgimiento de un sector productivo transformador, cuyo objetivo sea la obtención de rentas mediante la adopción, adaptación y difusión del progreso técnico; de la educación y del conocimiento (rentas schumpeterianas), puede provocar, al contrario, un proceso de diversificación de la estructura productiva capaz de dinamizar a largo plazo la productividad y el crecimiento, generar una distribución progresiva del ingreso y la riqueza y democratizar el poder económico de una sociedad. Ello implica, sin embargo, que los sectores orientados por las rentas de corto plazo vean mermados en alguna magnitud discutible sus beneficios y su poder de captura. 

Resulta claro entonces que buena parte de las soluciones a los problemas del capitalismo periférico pasan, como condición necesaria pero no suficiente, por la eliminación de la captura estatal por parte de las élites orientadas por las rentas cortoplacistas. Sin embargo, una vez emergido el sector productivo orientado por las rentas schumpeterianas, la acción política del Estado debe garantizar la autonomía integrada entendida en el sentido de Evans. El economista chileno Fernando Fajnzylber comprendió nítidamente las implicaciones que ambos esquemas de rentismo tienen sobre las posibilidades de alcanzar el desarrollo en contextos de economías periféricas, cuando describió a comienzos de los años de 1980 el proceso de desindustrialización prematura en las economías del cono Sur, en su clásico libro La industrialización trunca de América Latina (1983). Por lo mismo señaló y anticipó los riesgos de la reprimarización y del giro precoz a actividades terciarias de baja productividad en la región, instando en cambio a superar las industrializaciones de escaparate y a promover una nueva política industrial mediante la creación de un núcleo tecnológico endógeno (o sistemas nacionales de innovación) y la concertación de amplios pactos sociales para promover una transformación productiva con progresividad distributiva. 

III

Hace casi un siglo, los vaivenes de la economía global condujeron a algunos economistas y cuadros políticos e intelectuales de América Latina, a cuestionar el principio de división internacional del trabajo de David Ricardo, dadas las consecuencias que tuvo en la región la Gran Depresión. En ese contexto nadie cuestionó el hecho de que la industrialización y el rol que le competía al Estado en ella era la vía para el desarrollo de la región, tal como planteó Raúl Prebisch a fines de la década de 1940. En el panorama actual, las dinámicas económicas y geopolíticas que han reconfigurado los alcances de la globalización están motivando en distintas regiones y economías del planeta nuevos procesos de reindustrialización. Esta tendencia es también una posibilidad para las economías del Sur global y no ponen en cuestión la necesidad que tienen muchas de sus economías de generar ingresos por la vía del comercio de manera significativa. La reindustrialización periférica tampoco tiene por qué ser sinónimo de autarquía ni de sustitución de manufacturas importadas por locales. Una política industrial exitosa puede desarrollarse mediante encadenamientos productivos hacia atrás, articulando la base productiva primaria con incorporación de procesos agregadores de valor. Las experiencias de los países nórdicos o de Australia son ejemplos que avalan esta idea.

Chile exhibe fuertes brechas de desarrollo en materias de crecimiento económico, productividad, heterogeneidad de la estructura productiva concentrada en sectores de bajo contenido tecnológico, escasa diversificación exportadora junto con elevados niveles de concentración del ingreso y la riqueza. En términos de crecimiento, un factor clave que ha incidido en la imposibilidad de sostener tasas de expansión iguales o superiores al 4% promedio anual en el periodo 1990-2014, se debe entre otras causas a los escasos niveles de inversión productiva que caracterizan el desempeño económico durante la última década, tal como demostraron en 2019 los economistas Ricardo Ffrench-Davis y Álvaro Díaz. Por otro lado, la productividad laboral como porcentaje de la de Estados Unidos representa hacia 2021 un 38%. Si bien Chile ha venido cerrando esta brecha desde 1985, el ritmo de crecimiento de la productividad sigue siendo lento y en tal sentido la brecha se profundiza por el rápido avance tecnológico de los países desarrollados en un contexto donde la densidad del progreso técnico de la producción nacional es en extremo exiguo (el coeficiente de I+D en relación con el PIB no supera el 0.34%). La situación de bajo crecimiento encuentra así un correlato directo con el estancamiento de la productividad, la escasa inversión productiva y los bajos niveles de progreso técnico. En este último caso, baste consignar que el conjunto de exportaciones nacionales de baja, media y alta tecnología representan un 6.5% del total de envíos al exterior frente 93.4% que totalizan las exportaciones de productos primarios y manufacturas basadas en recursos naturales (cifras de UN-COMTRADE para 2022).

En suma, la problemática de la productividad es un factor estructural del dilema chileno del desarrollo. En este sentido se puede consignar que entre 1950 y 1979, por cada 1% de crecimiento 9 décimas eran aportadas por la productividad y una por el empleo, en cambio desde 1990 a 2021 se observa que el aporte de la productividad a cada punto de crecimiento es de 3 décimas. Esta dinámica es diferente a la que se observa en países como Corea del Sur, Finlandia y Malasia que exhiben patrones más armónicos de crecimiento. En estos resultados, además de la densidad tecnológica, inciden también los cambios que ha experimentado la matriz productiva nacional. Desde mediados de los años de 1980, Chile experimentó un proceso de desindustrialización temprana que ha dado paso a un fuerte proceso de actividades de servicios conocido también como proceso de terciarización. El conjunto de estas actividades es heterogéneo en términos de productividad y para el periodo 2014-2018 representó un 64% en términos de valor agregado bruto (VAB) y 77% en términos de empleo. El peso de las actividades primarias si bien es significativo, ha cedido espacio a las actividades terciarias, perdiendo el potencial productivo que tuvo en décadas anteriores junto con un continuo proceso de desindustrialización que ha implicado pérdidas de capacidades productivas y tecnológicas. 

Sin embargo, en el contexto en el que se prefiguran estas brechas de desarrollo, Chile tiene posibilidades de iniciar un ciclo virtuoso de crecimiento y desarrollo inclusivo. Sus dotaciones de minerales críticos y ventajas en áreas de energías sustentables brindan la posibilidad de generar un nuevo proceso de reindustrialización concertando diversos actores alineados en objetivos claros que permitan complejizar y articular la estructura productiva del país. No obstante, para ello resulta claro e imprescindible diseñar políticas de desarrollo coherentes y una estrategia de planificación de largo plazo que permita la coordinación requerida entre los diversos incumbentes, velando por mantener la dirección de las políticas. Esto requiere indudablemente independencia de los ciclos políticos para cumplir las metas planificadas y comprometidas entre todos los actores, incluida la ciudadanía. Las políticas de desarrollo requieren naturalmente horizontes de largo plazo para que los sectores con potencial productivo alcancen un estado de madurez adecuado y puedan así contribuir a un crecimiento más acelerado de la productividad y la tasa de crecimiento de largo plazo. 

Expuesto todo lo anterior, es claro que este dilema puede ser favorablemente resuelto con políticas de desarrollo y que en la superación del estancamiento el sistema político-institucional juega un papel central. En este sentido, la reflexión y la tarea pendientes dicen relación con un puzle complejo en tanto la capacidad de desplegar una estrategia que viabilizaría la salida del estancamiento -las políticas de desarrollo- tiene aún insuficiente poder político en relación con la estrategia hasta ahora dominante. Lo cierto es, sin duda, que el país en su conjunto requiere y debe revertir su condición semiperiférica para alcanzar un desarrollo colectivo de sus fuerzas productivas con una redistribución progresiva de los frutos derivados de la actividad económica.

¡LEE Y DESCARGA AQUÍ LA VERSIÓN EN PDF!