¿Por qué hoy diversos problemas sociales se interpretan como expresiones de violencia en lugar de ser considerados como problemas de desigualdad o injusticia social?
Durante las últimas décadas, parte importante del debate intelectual y público en Chile giró en torno al diagnóstico del “malestar social”. Hoy, en cambio, observamos una proliferación de debates en torno a la violencia. Desde las discusiones sobre las “espirales de violencia” por parte de los manifestantes y la fuerza policial durante el estallido social de 2019 (Somma et al., 2020), a las escenificaciones de la violencia en las escuelas durante la postpandemia, parece haberse instalado en Chile la percepción de una vida social atravesada por el conflicto, la polarización y el antagonismo: el otro es percibido como una fuente de amenaza y la sociedad como un lugar violento. Estos debates reflejan una inquietud general por los efectos corrosivos de la violencia sobre la sociabilidad, las instituciones y la gobernanza democrática. La violencia aparece como una manera de nombrar la fragilidad del orden social y de nuestro deseo de vivir juntos.
La noción de malestar ha sido utilizada para dar cuenta de las raíces profundas de la violencia social. De hecho, la violencia desatada durante el estallido social fue interpretada por algunos como el resultado de un ciclo progresivo de malestar (Mayol, 2019). En el periodo de dos décadas, el debate sobre el malestar transitó desde una discusión general –y a veces confusa– sobre los efectos de la modernización y las consecuencias del neoliberalismo, hacia una discusión sobre las causas, expresiones y secuelas de la violencia social.
En este breve ensayo no pretendo resolver la pregunta por las causas del malestar o la violencia social, sino contribuir al análisis de estos fenómenos situándolos dentro de ciertas coordenadas que han organizado los debates intelectuales y las retóricas políticas del Chile actual.
Variaciones del malestar
La noción de “malestar” se ha convertido en un elemento común de los diagnósticos críticos de la sociedad chilena. ¿Pero de qué se habla cuando se habla de malestar? Los discursos del malestar se han desarrollado en torno a dimensiones estructurales (desigualdades persistentes), políticas (crisis de representación política) e incluso culturales (tensiones normativas de un proceso de modernización acelerado). Revisemos brevemente algunos de estos marcos interpretativos.
Una primera línea interpretativa ha descrito el malestar como un efecto inherente a los procesos de modernización. Desde esta perspectiva, el malestar es el resultado de un proceso de modernización “acelerado” que genera desajustes entre valores, sistemas de significado y condiciones materiales de vida. Así, el malestar en Chile sería una consecuencia de las contradicciones del progreso, la expresión de la falta de integración –o rezago– de ciertos sectores en el proceso de modernización. Este malestar se identificó con una profunda sensación de inseguridad, incertidumbre e insatisfacción que se extendía a diferentes aspectos de la vida social: “El malestar puede engendrar una desafiliación afectiva y motivacional que, en un contexto crítico, termina por socavar el orden social” (PNUD, 1998: 24).
Esta interpretación ha sido objeto de diversas actualizaciones, manteniendo un rasgo distintivo: desde la tesis de José Joaquín Brunner que subrayaba cierta insatisfacción asociada a la expectativa de acceder de modo más rápido a los beneficios del progreso, hasta la tesis de Carlos Peña sobre el malestar inherente a los procesos de modernización capitalista, el malestar aparece como el resultado natural de las aspiraciones e ideales que surgen de la interacción entre mayores libertades (políticas, culturales y económicas), mayores niveles de individuación y nuevas aspiraciones asociadas a la masificación de bienes y la democratización del consumo (Brunner, 1998; Peña, 2020).
Una segunda línea interpretativa ha comprendido el malestar como respuesta a la desigualdad estructural. Desde esta perspectiva, el malestar está asociado a la experiencia de desigualdad y al sentimiento de ausencia de soportes biográficos para respaldar el desarrollo de los proyectos de vida. En un modelo donde la salud, la educación o las pensiones dependen de las capacidades individuales y diferentes aspectos de la vida social están subordinados a la racionalidad del mercado, la inseguridad se internaliza y se manifiesta como malestar.
A través de los años, este marco interpretativo se ha vuelto más complejo. En las sociedades democráticas, el malestar parece siempre estar asociado a una cierta concepción de la justicia y la desigualdad. Sin embargo, la idea de justicia y la percepción de la falta de legitimidad de las desigualdades dependen de cómo se encarne el principio normativo de igualdad en la sociabilidad ordinaria.
Aunque la desigualdad en Chile ha sido ha sido históricamente alta, el malestar ante la desigualdad parece haber aumentado en una sociedad donde la promesa meritocrática – el principal relato para justificar las desigualdades en las sociedades liberales– ha sido desmentida por la realidad (o, al menos, ha perdido parte de su eficacia simbólica). Además, el sentido y alcance de la desigualdad no se limitan sólo a la distribución de bienes y al acceso a oportunidades, sino que se vinculan también a la percepción de desigualdades relacionales (Araujo, 2022)
Las demandas de igualdad trascienden lo jurídico, político y económico; se articulan en torno a experiencias concretas en las interacciones cotidianas, incluida la experiencia de sentirse abusado o maltratado en términos de dignidad y derechos por motivos de clase, género, edad o pertenencia étnica. Dicho de otro modo, la “dignidad” no se define sólo en términos económicos, sino también y de manera creciente en términos de reconocimiento.
Un tercer marco interpretativo del malestar subraya el descontento que resulta del desacople entre política y sociedad, la ruptura entre el sistema político tradicional, la sociedad civil y los movimientos sociales (Garretón, 2016). El malestar se asocia a una “crisis de legitimidad” o “representación” resultante del debilitamiento del rol mediador que garantizaban los partidos políticos entre demandas sociales y Estado. Esta crisis se vería reflejada en una creciente indiferencia hacia la política institucional y en los altos niveles de desconfianza en las instituciones, las élites y los representantes. Lo que inicialmente se percibía como un desencanto con la política y sus instituciones, ha evolucionado hacia un malestar que se manifestó de manera violenta en las protestas del estallido social.
Estos han sido algunos de los principales marcos interpretativos del malestar social en Chile. No obstante, hay quienes argumentan que estos diagnósticos reflejan una perspectiva ideológicamente sesgada, una visión que no reconoce el descontento como un llamado a mejorar y expandir el “modelo” (Oppliger & Guzmán, 2012). Según esta perspectiva, la hipótesis del malestar en Chile sería desmentida por la alta satisfacción de los chilenos con sus vidas. En suma, el malestar no sería otra cosa que “el precio del éxito” (Piñera dixit).
En síntesis, la noción de malestar engloba una variedad de fenómenos que incluyen la desconfianza hacia las instituciones, el distanciamiento de la política institucional, las ansiedades personales y, por supuesto, diversas manifestaciones de violencia. En este contexto, la violencia social ha sido interpretada de maneras divergentes.
Para algunos, los estallidos de violencia no suponen un rechazo a la modernización capitalista, sino más bien una demanda para que este proyecto cumpla con las expectativas que ha generado. Para otros, la violencia no es sólo el resultado de la incapacidad institucional para canalizar el malestar, sino un signo del agotamiento de un modo particular de organizar la sociedad.
Variaciones de la violencia
“Violencia” es hoy el nombre de una fuerza que amenaza las bases mismas de nuestra convivencia. Por supuesto, no hay nada nuevo en esta amenaza.1 “La violencia –decía Arendt– aparece donde el poder está en peligro, pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer al poder” (Arendt, 2006:77).
En América Latina, las referencias al conflicto social suelen pensarse o decirse junto a la violencia. Es posible agrupar los estudios sobre la violencia en Chile y América Latina dentro de dos grandes vertientes. Por un lado, una vertiente político-institucional, que comprende la violencia como un fracaso institucional que habla de los déficits del poder. Por otro lado, una vertiente que analiza la violencia como expresión de las dificultades asociadas al contexto social y económico, como un signo de la precarización institucionalizada (Vilalta, 2020). Si bien los primeros estudios latinoamericanos se enfocaron principalmente en la violencia relacionada con conflictos territoriales y dictaduras militares, las investigaciones de las últimas décadas han abordado los cambios en la naturaleza de la violencia que acompañan los procesos de democratización y liberalización económica.
Si bien la violencia social ha sido una parte intrínseca de la dinámica histórica de la sociedad, el estallido social ofreció un nuevo escenario para los debates sobre la violencia2. Para organizar estos debates, particularmente desde la perspectiva de las retóricas políticas, podríamos hacer uso de la distinción que realiza Žižek entre “violencia subjetiva”, esto es, aquella violencia visible de agentes sociales que perturban el estado normal de las cosas, y “violencia objetiva” o sistémica, una forma de violencia anónima que no puede atribuirse a individuos concretos, sino al funcionamiento del sistema económico y político (Žižek, 2009)3. Esta distinción básica le permite a Žižek subrayar lo que a su parecer es el problema clave del debate actual sobre la violencia: nuestra fascinación por la violencia subjetiva distrae nuestra atención de los efectos corrosivos de las otras formas de violencia (objetiva y simbólica).
En cierta medida, este problema también se refleja en nuestro debate público. De hecho, podríamos organizar este debate en torno a tres tipos de respuesta ante la violencia: la respuesta conservadora, la respuesta liberal progresista y una tercera variante que podríamos llamar –por falta de imaginación y de mejores palabras– respuesta “ultra”.
La respuesta conservadora ante la violencia social subraya el discurso de la ley y el orden y el fracaso de las respuestas estatales para proporcionar seguridad pública. En estos discursos, las manifestaciones de violencia que acompañan la protesta social son rápidamente equiparadas a anarquía y criminalidad. Durante los últimos años, este tipo de retórica política se ha transformado rápidamente en nuevas formas de militarismo y populismo penal. Lo paradojal es que este tipo de respuesta, al justificar el uso de la violencia policial como medio de control social, ha contribuido a la radicalización del uso de la violencia en las movilizaciones sociales.
Existe, por cierto, una variante más sofisticada de la respuesta conservadora. Ella consiste en pensar los estallidos de violencia como expresión de la desorientación normativa de los sujetos. En clave generacional, este diagnóstico interpreta la violencia como pura y simple “anomia juvenil” (Peña, 2020). Dicho de otro modo, cuando las instituciones y las agencias primarias de socialización (familia, Iglesia, partidos políticos) se debilitan como consecuencia del rápido cambio en las condiciones materiales de existencia, los individuos se desorientan e intentan escapar a la angustia por diversos medios, incluso a través del “exceso pulsional” de la violencia.
Es cierto y no es cierto. Es cierto: en el caso de algunos jóvenes populares, la violencia es parte de un esfuerzo por hacerse visibles. No es cierto: la violencia juvenil también puede estar al servicio de una “economía moral” (como fue el caso de ciertas formas de “saqueo redistributivo” durante el estallido social) (Angelcos et al., 2021).
Por otro lado, la retórica y respuesta liberal progresista ante la violencia subraya la importancia de los contextos sociales para explicar las variaciones de intensidad de la violencia. Desde esta perspectiva, los estallidos de violencia son un modo de articular la insatisfacción ante políticas que han privado a las personas de una perspectiva social y económica (segregación urbana, inestabilidad económica, falta de oportunidades, etc.). La violencia sería un síntoma del fracaso de los programas sociales. En este sentido, la condena conservadora de la violencia podría ser comprendida como una operación ideológica que contribuye a ocultar las formas estructurales de violencia social4.
Finalmente, la respuesta ultra suele expresarse mediante una retórica que respalda la naturaleza movilizadora o transformadora de la violencia: la violencia sería legítima en la medida en que perturba los sistemas de opresión de libertades o las injusticias estructurales. Es evidente que la respuesta ultra no tiene hoy una orientación ideológica unívoca, sino que caben aquí voces que van desde la extrema izquierda a la extrema derecha.
En el plano teórico, Žižek es probablemente quien mejor expresa la respuesta ultra desde las izquierdas. Siguiendo la teoría lacaniana del acto, Žižek intenta establecer una discontinuidad radical entre la violencia revolucionaria y las condiciones sociomateriales. El acto revolucionario no tiene nada en común con la situación dentro de la cual ocurre, puesto que no acontece dentro de las condiciones de lo que parece ser posible, sino que más bien redefine las condiciones de lo que puede ser posible. En este sentido, el acto revolucionario no puede ser explicado por una cadena de causas y efectos, sino que crea retrospectivamente sus condiciones de posibilidad. En su carácter d’après coup, la violencia revolucionaria resignifica las condiciones de evaluación normativa de sus efectos.
Uno de los riesgos inherentes a esta posición es que no parecen haber reglas democráticas a priori que permitan limitar el uso de la violencia. La violencia misma puede transformarse en su propio parámetro de validez, ignorando completamente sus consecuencias. La acción política queda así reducida a un puro “paso al acto”.
Lazo social y climas emocionales
El malestar social no es una emoción. No es un estado afectivo. De ahí que sea absurdo desmentirlo –como ha ocurrido muchas veces en Chile– por la vía de los indicadores de bienestar subjetivo y satisfacción con la vida. La idea de malestar social es, ante todo, una forma de representación colectiva. Sin embargo, hay aspectos del malestar que se expresan bajo la forma de climas emocionales.
Los fundamentos de la vida social son tanto morales como emocionales. Una emoción implica una experiencia del mundo, una forma de habitar lo social y de ser afectado por los otros. Las emociones son intrínsecamente relacionales y están vinculadas a las sensibilidades colectivas. Nuestro repertorio de disposiciones emocionales está moldeado por creencias, ideales, normas y valores comunes.
En las décadas de 1980 y 1990, el malestar de los chilenos estuvo asociado a una gramática emocional resumida en la palabra “miedo”. Este miedo podía adoptar la forma de “miedo al otro”, pero también podía expresarse como miedo a la exclusión o a la pérdida de estabilidad del frágil orden social postdictatorial (Lechner, 1998). Es posible interpretar la experiencia de miedo a la luz de una percepción de la sociedad como fuente permanente de inseguridad. Aunque no todos los chilenos experimentan el miedo con la misma intensidad, es una experiencia común que se traduce en un sentimiento cotidiano de vulnerabilidad.
Es posible argumentar que el miedo aún tiene una presencia significativa en nuestra vida social; sin embargo, durante los últimos años han surgido otras formas expresivas del clima emocional predominante. Cuando la violación de la dignidad es percibida como una experiencia común, cuando las promesas de movilidad social basadas en el esfuerzo personal no se cumplen, cuando la ideología meritocrática pierde su coherencia y la trayectoria biográfica se resume en una serie de frustraciones acumuladas… entonces el miedo se acompaña de rabia. La rabia es una respuesta a una ofensa injustificada, un sentimiento de injusticia, una violencia percibida como arbitraria. En la antigua Grecia, la rabia describía una forma de calmar un sentimiento de impotencia mediante un gesto de venganza. La rabia implica una forma de respuesta al resentimiento (político), pero también una actitud asociada al proyecto de restablecer un equilibrio en el orden moral.
Kathya Araujo es probablemente quien ha realizado el análisis más fino sobre las expresiones cotidianas de la rabia y el lugar que tiene la violencia en el Chile actual. Según Araujo (2022), la sociedad chilena enfrenta una serie de conflictos arraigados en un proceso que involucra varios componentes interconectados. Por un lado, existe un sentimiento de “desencanto” asociado a la brecha entre las promesas del neoliberalismo y la realidad cotidiana, así como un proceso de “distanciamiento” de los principios e instituciones vinculados a las formas tradicionales de vínculo social. Por otro lado, la sociedad chilena experimenta “excesos” relacionados con demandas y presiones estructurales agobiantes, a lo que se suma un sentimiento generalizado de “irritación”, manifestado como hipersensibilidad y desproporción en las interacciones sociales. Como resultado de estos excesos e irritaciones, las relaciones entre individuos e instituciones a menudo están cargadas de rabia y una falta de regulación en el uso de la fuerza. Esta irritación no se limitaría al ámbito público, sino que también se manifiesta en interacciones privadas.
¿En qué momento la irritación o la rabia ceden paso a la violencia? La mayor sensibilidad ante las desigualdades, sean económicas o de trato, así como la acumulación de experiencias discriminatorias, genera una mayor conciencia sobre situaciones de abuso y las prácticas autoritarias en el ejercicio del poder. Cuando un individuo ve amenazada no sólo su seguridad económica, sino también su dignidad y la capacidad para ejercer su libertad, la sensación de impotencia puede desencadenar una reacción violenta hacia los otros.
Peter Sloterdijk (2017) sostiene que la rabia, lejos de ser un simple impulso emocional, es un fenómeno que ha desempeñado un papel fundamental en los procesos de cambio de las estructuras sociales.
Las expresiones colectivas de rabia han dado forma a importantes movimientos políticos, revoluciones y cambios culturales. Durante los últimos dos siglos, los partidos políticos –verdaderos “bancos de ira”– han sido las principales instituciones encargadas de gestionar socialmente la rabia. Uno de los problemas de las sociedades democráticas contemporáneas, según Sloterdijk, es que los partidos políticos presentan grandes dificultades para transformar la rabia en proyectos colectivos. Los partidos políticos tienen problemas para traducir las emociones de los indignados al lenguaje de los ideales y relatos políticos.
Este escenario permite entender por qué hoy diversas expresiones de la violencia social –tanto de izquierda como de derecha– no parecen estar articuladas a demandas o proyectos políticos, sino sólo vinculadas a un vago resentimiento. Para muchos jóvenes, de hecho, la violencia no sólo representa una vía para expresar su rabia, sino que también es un último recurso para obtener reconocimiento y luchar contra un sentimiento de exclusión. Ciertamente, esta rabia puede estar enraizada en expectativas frustradas, en libertades y proyectos de vida amenazados, en condiciones percibidas como injustas. Sin embargo, cuando la rabia no puede ser canalizada de manera normativa, cuando la expresión política no puede ir más allá de una demostración de impotencia, entonces nuestro vínculo social se ve desbordado por una violencia que expresa la dificultad para sentirse parte de una comunidad que comparte un destino común. Y allí no hay potencial alguno para el surgimiento de un agente político consistente.
Referencias
Angelcos, N. et al. (2021) La movilización juvenil desde las clases sociales. En S. Alé et al., Saltar el torniquete. Santiago: FCE.
Araujo, K. (2022) The circuit of detachment in Chile. Cambridge: Cambridge University Press.
Arendt, H. (2006) Sobre la violencia. Madrid: Alianza.
Brunner, J.J. (1998) Malestar en la sociedad chilena: ¿de qué, exactamente, estamos hablando? Estudios Públicos, 72: 173-198.
Garretón, M.A. (ed.) (2016) La gran ruptura. Santiago: LOM.
Girard, R. (1998) La violence et le sacré. Paris: Hachette.
Goicovic, I. (2005) Consideraciones teóricas sobre la violencia social en Chile (1850-1930). Última Década, 21: 121-145.
Lechner, N. (1998) Nuestros miedos. Perfiles latinoamericanos, 13: 179-198.
Mayol, A. (2019) Big Bang. Estallido social 2019. Santiago: Catalonia.
Oppliger, M. & Guzmán, E. (2012) El malestar de Chile: ¿teoría o diagnóstico? Santiago: RIL.
Peña, C. (2020) Pensar el malestar. Santiago: Taurus.
Salazar, G. (2006) La violencia política popular en las Grandes Alamedas. Santiago: LOM.
Sloterdijk, P. (2017) Ira y tiempo. Madrid: Siruela.
Somma, N., et al. (2020) Informe Anual del Observatorio de Conflictos. Santiago: COES.
Soto, S. (2023) La violencia y su comprensión en los debates en la Cámara de Diputadas y Diputados chilena tras el 18-O. Estudios Públicos, 170: 9-40.
Vilalta, C. (2020) Violence in Latin America. Annual Review of Sociology, 46: 693–706.
- Por cierto, todo análisis crítico de la violencia debería comenzar por su grado cero: la violencia es intrínseca al lazo social. El problema de las sociedades es desarrollar mecanismos para canalizarla. A partir del análisis de mitos y rituales, el antropólogo René Girard muestra que la violencia no va contra el derecho, sino que lo instaura, es un medio para establecer el dominio de la ley. Ya lo intuía Freud: la violencia tiene un rol fundante del orden social y la transmisión de la cultura ocurre a través del retorno de una violencia primordial, la violencia que da origen a la cultura misma. La sociedad no se funda en un impulso de sociabilidad; es la experiencia de la violencia lo que nos compele a vivir juntos. Ver Girard (1998).
- Los estudios históricos en Chile han descrito diferentes formas de violencia llevadas a cabo por los sectores populares en su relación con el Estado y las élites dominantes (motín urbano, bandolerismo rural, movimientos obreros, etc.). Por ejemplo, Gabriel Salazar ha identificado algunos elementos recurrentes en múltiples ciclos de violencia política: desde la génesis en una profunda crisis económico-social y la politización en movimientos sociales, hasta la intervención de las Fuerzas Armadas y la restauración de la institucionalidad. Sobre esta cuestión, ver I. Goicovic (2005).
- Por cierto, Žižek también se detiene en la “violencia simbólica”, aquella forma de violencia que opera a través de formas habituales de discurso y normas culturales que reproducen desigualdades y estructuras de dominación a través de la imposición de significados.
- Vale la pena recordar aquí algunas declaraciones que se produjeron en el contexto del estallido social. En una de las sesiones de la Cámara de Diputados post 18/O, el diputado Gonzalo Winter (CS) sostuvo: “La historia constitucional de Chile es una historia de la violencia y en estos dos meses […] muchos han hablado de los violentistas. ¡Háblenles de violencia a las mujeres, háblenles de violencia a los mapuches, háblenles de violencia a los explotados! Les respondo citando lo que leí en una pared del centro de Santiago: ‘Les trajimos al centro la violencia cotidiana de la población‘”. En esta misma línea, argumentando a favor de una nueva Constitución, la diputada Cristina Girardi (PPD) afirmó que la Constitución misma es “generadora de violencia estructural”. Para un análisis del debate legislativo, ver S. Soto (2023).