I
Desde España, pasando por Estados Unidos, hasta Argentina y Chile, la derecha ha encontrado en la defensa y promoción de la libertad su razón de ser. Libertad de comerciar, de trabajar, de invertir, de decidir. Pero también libertad para arriesgarse, para emprender y, a partir del propio esfuerzo, construirse como un sujeto independiente y autosuficiente. En último término, la libertad como un gran horizonte donde no solo se eliminan barreras y restricciones políticas, sino que se estimula una idea moral de individuo: el emprendedor como actor meritocrático e innovador que merece una retribución económica y social distintiva.
Esta visión, tanto práctica como moral, identifica al mercado como el territorio donde se realiza dicha libertad. De no existir barreras o protecciones estatales que protejan a algunos de la competencia de otros, el mercado se presenta como el espacio de intercambio de voluntades independientes, a partir del cual emergen emprendedores que, con sus destrezas, logran el éxito propio. No solo eso, sino que esos empresarios, cuando se observa sus efectos a nivel de la sociedad en general, hacen del verdadero motor del crecimiento de la economía, creando un resultado que (sin ser parte de un diseño premeditado) mejora los estándares de vida de todos los actores (mejores salarios, oportunidades de empleo, acceso a bienes de consumo, etc.).
Podemos comentar mucho sobre esta singular visión económica y normativa, pero lo que es difícil de negar es que corresponde a la visión hegemónica de cómo la sociedad se observa a sí misma, desde la derecha hasta parte de la izquierda del horizonte político. Piensen por ejemplo en el asunto del crecimiento económico. Cuando se debate sobre aquello, lo que se hace frecuentemente (en forma casi espontánea), es sugerir reducir las restricciones a la inversión privada (atacar la “permisología” por ejemplo), eliminar políticas que puedan reducir la confianza del inversionista, o reducir impuestos a los emprendedores. Por su parte, cuando se piensa en derechos sociales, inmediatamente se los presentan como medidas que proveen seguridad al ciudadano, pero a costa de limitar su horizonte de elección. Gran parte del debate sobre el derecho a la salud o educación pública, de hecho, gira en torno a esta tensión entre igualdad y libertad, como si fuera un asunto de un frágil juego de suma cero. Finalmente, cuando se habla de políticas industriales (como subsidios selectivos, incentivos tributarios, condicionamientos de inversión, impuestos escalonados, etc.), es muy frecuente que lo que inmediatamente aparezca en la discusión, sea cómo aquellas medidas afectan la libertad de decidir del empresario, y cómo en su intervención a la competencia frenan, en la práctica, las fuerzas del crecimiento.
Por supuesto, cada una de estas visiones hegemónicas han sido fuertemente cuestionadas. Darle más flexibilidad al inversionista no asegura mayor crecimiento (la completa libertad de los mercados financieros, por ejemplo, son más bien una fuente de inestabilidades y crisis). Los derechos sociales no tienen por qué implicar un juego de suma cero con la libertad (tal como las leyes contra el trabajo infantil no son consideradas hoy -salvo excepciones paleolibertarias- atentados a la libertad); mientras que las políticas industriales bien pueden estimular más inversión privada y no menos, y ser fuente de un crecimiento más dinámico que el caso de un orden sin esas políticas (en efecto, incluso el gobierno del Presidente Biden está optando por esas políticas de carácter desarrollista).
Sin embargo, la izquierda no puede contentarse solo con desmentir las afirmaciones dominantes y presentar una réplica racional, como si aquello fuera, por sí mismo, a quebrar la solidez del discurso hegemónico. Mal que mal, la izquierda no se propone sólo pasivamente desmentir las ideas en boga, sino presentar una propuesta distinta y superior, tanto económica como normativamente, a la derecha liberal.
II
En general, en la izquierda se asume una premisa equivocada sobre el adversario y su capacidad de establecer el sentido común. Usualmente creemos que lo único que debemos hacer para agrietar el discurso dominante es contrastar la realidad material del pueblo con la promesa de la derecha liberal, como si solo se tratara de despejar un velo ideológico para que se pueda distinguir la verdad.
No es difícil de entender por qué hemos tomado ese camino. En efecto, tras treinta años de neoliberalismo en Chile, la promesa de libertad y emprendimiento ha erigido relaciones laborales precarias, predominio de mecanismos despóticos empresariales, alta incertidumbre sobre el futuro y un estancamiento secular de nuestra matriz productiva. Reflexionemos, por un momento, sobre la vida material de una ciudadana que está en la mediana de la distribución de ingresos, esto es, ganando alrededor de 500 mil pesos mensuales y que, probablemente, trabaja en una pyme sujeta a una estructura monopsónica de mercado (esto es, cuyo comprador principal es una gran empresa). Su salario es difícil que aumente dada la baja tasa de ahorro de la pyme que, debido al poder de mercado de la gran empresa, paga bajos precios por sus servicios y a plazos extensos. De esta forma, la empresa está siempre al justo, lo que lleva a la empleadora a imponer relaciones despóticas en la empresa: exigir horas extras sin paga, hacer que las trabajadoras cumplan labores más allá de las que se acordó en el contrato, etc. La trabajadora no puede, por la precariedad e incertidumbre misma de su condición material, exigir cumplimiento de contrato o, peor aún, formar algún tipo de organización sindical.
El arriendo de su hogar debe ocupar alrededor del 30- 40% de sus ingresos, lo que la deja con poco dinero para alimentar a su, supongamos, hija. Aquello la mueve, para mantener el consumo suyo y de su hija, a pedir créditos de consumo retail bancarizado, a altas tasa de interés, transformándola (al igual que a alrededor del 70% de la población endeudada) en una morosa permanente. Su futuro solo predomina la incertidumbre: ¿qué pasa si se enferma? ¿será despedida? Mal que mal, su empleo es de baja complejidad y sofisticación (como el empleo de la mayoría), por lo que es fácilmente sustituible por la empresa. ¿Qué pasa cuando ya sea mayor y esté en tiempo de jubilar? Su baja pensión la forzará a buscar otros empleos de, lo más seguro, mucha menor remuneración.
Esta realidad es la experiencia vital de la mayor parte de la clase trabajadora ante un orden que prometía lo contrario, esto es, que la libertad de contrato, de emprender y de competir, iba a llevar a todos a mejorar su vida material y aumentar el horizonte de elección. Pero esa realidad material no trae naturalmente consigo misma una receta de acción ni una agenda de izquierda. Esa situación bien puede concluir políticamente en un nihilismo total si no se arraiga en un imaginario político que le provea de herramientas normativas para comprender su situación, identificar sus causas, los adversarios, las soluciones y un sentido de pertenencia. En buenas cuentas, se debe activamente politizar su realidad.
Ante la ausencia de un imaginario político nuestro, lo que dará sentido a esa realidad será el discurso dominante. Piensen en la retórica del, por ejemplo, Partido Republicano en Chile, de Trump en EEUU o Milei en Argentina. En los imaginarios políticos que presentan, la precariedad se vincula a la poca capacidad de emprender de la población (se desplaza la crítica hacia uno mismo), y se observan situaciones de auto-explotación y cansancio permanente (lo que se ha denominado como “la sociedad del cansancio”). A su vez, se vincula esa realidad material a que ‘los políticos’ no permiten que se pueda emprender privadamente, ‘robando’ los frutos del propio esfuerzo (populismo libertario). O sea, el Estado sofoca al mercado y sus fuerzas empresariales. Finalmente, se asocia esa situación a la inseguridad y la falta de control en la sociedad, exigiendo ‘mano dura’ contra sus pares (régimen policial de seguridad).
Como podemos observar, esa realidad material que crea el liberalismo, y que contrasta con su propia promesa, puede (de no ser confrontado directa y abiertamente) abrir las puertas a algo peor, un liberalismo autoritario, populista y aún más explotador para las mayorías.
III
Comúnmente se escucha decir que a la izquierda le sobra ideología y le falta ‘hacer buenas políticas públicas’, ‘aprender a gestionar bien’ y con eso, ‘ganar la confianza de la gente’. Pero, si es correcto lo que sostengo en los párrafos anteriores, esa visión es solo un camino a la marginalidad política. Esta marginalidad viene no porque no podamos gobernar a partir de esa estrategia, sino que, si lo logramos, lo haremos para únicamente gobernar como el adversario quisiera que lo hiciéramos. En buenas cuentas, cuando no se disputan las ideas dominantes, se termina gobernando (se quiera o no), con esas ideas. Si no disputamos firmemente el imaginario en que se arraiga simbólicamente esa realidad material de la clase trabajadora, nuestras ‘políticas públicas’ solo tendrán sostén político en tanto estén arraigadas en ese imaginario y dentro de los límites que impone.
Y es que el asunto es precisamente al revés al que se escucha decir. La izquierda, si de gobernar se trata, debe volcarse de lleno a la disputa ideológica para tener la base de apoyo de políticas públicas radicales. Esto, por supuesto, lo sabemos desde Gramsci, pero no se ha hecho carne en las orgánicas políticas, donde pareciera predominar una ansiedad por la ‘buena gestión’.
Aquí es donde creo que, precisamente, yace la novedad e importancia estratégica de volver a traer al centro de atención el socialismo como horizonte alternativo al liberalismo dominante.
En términos toscos, el socialismo no es una fuerza que busque como objetivo mejorar las condiciones de vida material de la gente o eliminar la pobreza. Tampoco es un conjunto de políticas redistributivas o el control estatal de sectores económicos para realizar la igualdad material. Aquellas medidas pueden ser medios o instrumentos, pero no son un fin en sí mismos. Socialismo es algo distinto.
A mí parecer, el socialismo puede definirse como un acuerdo colectivo que se resume de la siguiente forma: establecer una comunidad política donde aquello que la una sea que cada miembro se compromete a colaborar para que nadie jamás viva bajo la dependencia arbitraria de otro. O sea, nos comprometemos a colaborar entre todos para garantizar la base material, social y política que proteja a la población de vivir sometida a relaciones despóticas impuestas por otros (siendo otros, el capitalista, el prestamista, el sacerdote, el marido, o el propio estado).
Este compromiso colectivo no es algo novedoso, más bien es la definición prístina de la milenaria definición republicana de libertad, donde libertad hace referencia a todo aquel que no es esclavo (o sea, que su vida depende de la voluntad arbitraria de otro) y tiene en la idea de República su expresión política. Libertad no es la ausencia de reglas y límites sino que, por el contrario, es la propiedad emergente de una compleja red de reglas y restricciones públicas que protegen al pueblo de caer preso de relaciones despóticas y de dependencia; libertad es vivir sin ser dominado (Skinner, 2001).
Los jacobinos franceses, por ejemplo, identifican al patriotismo como la defensa de la república, y esta última era el gobierno que protegía la libertad de la naciente ciudadanía (Viroli, 1995). Marx y Engels definían el socialismo como, precisamente, la asociación republicana de productores libres y veían el socialismo como el vivir sin pedir permiso a otro. El socialismo europeo y latinoamericano eran anticlericales no por un cientificismo racionalista, sino porque veían en la Iglesia una forma despótica de organización, contrario a la idea de libertad que promovía (Domenech, 2019). La defensa del socialismo de los sindicatos, de la reducción de la jornada laboral y del salario mínimo, por ejemplo, no eran vistas como formas de mejorar la vida material per se, sino como forma de restringir la arbitrariedad del capitalista en la empresa, garantizar tiempo de autonomía de vida más allá de la jornada de trabajo, y una base material mínima garantizada para la existencia (Konczal, 2021). El socialismo chileno, por su parte, defendía la idea de República Democrática de Trabajadores, reforma agraria y autogestión en la empresa, como las formas económicas y políticas necesarias para eliminar el despotismo de patrones y latifundista (Arrate & Ruiz, 2020).
¿Qué sacamos de esta tradición para lo que nos toca a nosotros en nuestro presente? Pues que nos permite afrontar el tema ideológico de frente, proponiendo una reinterpretación coherente de la libertad, el rol del mercado y del Estado.
En primer lugar, libertad no es el ‘dejar hacer’ en un mercado, sino la propiedad emergente de un orden institucional que protege a los individuos de estar a merced del capricho de otro.
O sea, que restringe, limita y castiga acciones de unos que impliquen el dominio despótico sobre otros. Así, libertad y coacción no son antitéticos, sino complementarios (Hobbhouse, 1911). También garantiza a los ciudadanos una base material independiente de su posicionamiento en el mercado, de forma de proveerles de un sostén económico que les brinde una autonomía material independiente de los contratos con el patrón, por ejemplo. Esto implica, por supuesto, esfuerzos colectivos (tributarios, por ejemplo) para financiar esas bases materiales. Impuestos y libertad, de nuevo, no serían antitéticos, sino complementarios (Casassas, 2018). A su vez, el socialismo requiere reducir la desigualdad predominante en las economías capitalistas, ya que amplias desigualdades aumentan el poder de unos y la carencia de otros, lo que abre las puertas para que emerjan relaciones despóticas en la esfera económica (Sandel, 2023). Libertad e igualdad, así vistos, van de la mano. Finalmente, se requiere que los actores que participan en empresas productivas, tengan voz y voto en la toma de decisiones (desde fuertes sindicatos, consejos de trabajadores, co-gobierno, etc.), para que las empresas no devengan en gobiernos privados autoritarios, sino que posean una impronta democrática y republicana (Ferreras, 2017; Anderson, 2017).
Mirado desde esta perspectiva, podemos identificar mejor el núcleo del asunto de la protagonista de este ensayo. Aunque formalmente sea libre, su base material (de bajo salario, baja pensión, empleo precario) la lleva a aceptar relaciones despóticas en la empresa y a vivir una existencia incierta bajo el endeudamiento. Es la inexistencia de garantías, reglas y derechos por parte del Estado la que la fuerza a llevar esa vida. En otras palabras, la república erigida en el Chile democrático garantizó la base política para la libertad de la protagonista, pero no su base material económica. Es una república frustrada.
El Estado, de esta forma, no es un actor foráneo que limita la libertad de la protagonista, sino que su ausencia (producto de la ideología liberal dominante) es la que permite esa existencia sujeta a relaciones de dominación. El mercado, a su vez, no es un espacio de emancipación y emprendimiento, sino de emergencia de relaciones dominación y despotismo a partir de relaciones con el patrón, el acreedor, etc.
De aquí una lección. El Estado no es ni sinónimo de opresión, ni la encarnación de la razón. El Estado es un aparato que, en tanto movido por la presión social, puede proveer de reglas y reformas que comiencen a brindar espacios de libertad a la ciudadanía y límites crecientes a las clases dominantes. Es solo a partir de esa movilización que este organismo público puede servir un propósito emancipador, y no solo ser el representante del interés general de la clase dominante.
Esto, por supuesto, será denominado por las elites como un ataque a la libertad. Y no dejan de tener algo de razón, solo que es su libertad la que es puesta en duda. Pero de eso se trata la libertad republicana, de impedir que unos tengan el espacio para dominar a otros.
A partir de esto sacamos una segunda lección. El objetivo programático de nuestra vereda política no es tanto la creación de una utopía futura, como de recuperar la república para el pueblo, dejando atrás la república frustrada de hoy. Esto es, levantar una arquitectura económica institucional que garantice relaciones horizontales y no despóticas en el terreno doméstico, de la empresa, y del mercado. El proyecto socialista, de esta forma, nos ayuda a invertir el imaginario del adversario y nos provee de un sentido de propósito y una nueva gramática política en que se puede arraigar la realidad material de la protagonista. Es a partir de esta gramática en que podemos mover voluntades, no hacía la autoexplotación o hacia una salida policial a la crisis presente, sino hacia la disputa por un régimen económico y político que provea de las bases materiales e institucionales de la libertad colectiva.
REFERENCIAS
Anderson, E. (2017). Private government. Princeton University Press: New Jersey.
Arrate, J.; Ruiz, C. (ed.) (2020). Génesis y ascenso del socialismo chileno. Lom: Santiago.
Casassas, D. (2018). Libertad incondicional. Peña Lillo: Buenos Aires.
Domenech, A. (2019). El eclipse de la fraternidad. Akal: Barcelona.
Ferreras, I. (2017). Firms as political entities. Cambridge University Press: Cambridge.
Koczal, M. (2021). Freedom from the market. The New Press: Nueva York.
Hobbhouse, L. (2012). Liberalism and other writings. Cambridge University Press: Cambridge.
Sandel, M. (2023). El descontento democrático. Debate: Barcelona.
Skinner, Q. (2001). Liberty before liberalism. Cambridge University Press: Cambridge.
Viroli, M. (1995). For love of country. Oxford University Press: Oxford.